domingo, 27 de mayo de 2007
SOPA DE PESCADO
Cogí la cesta sin saber si podría llevarla cuando estuviera llena. Después, sin dar explicaciones, decidí coger el pan luego, a la salida. Así no había peligro de que se aplastara con las otras cosas.
Pasee despacio por la sección de embutidos envasados, mirando el surtido. Desde hace días, intento comer cosas sin grasa así que examiné cada etiqueta en busca de algún embutido alternativo. Casi no recordaba cuales eran los más magros.
En la pescadería, tuve suerte. La única clienta que había delante de mí parecía estar pensando en una parrillada para seis personas, por lo que me dio tiempo de sobras para darme cuenta de lo barato que estaba el rape.
El cartelito con el precio pareció desatar en mi cabeza un mecanismo oxidado. Me fijé en sus ojos brillantes y en su lengua roja y saltona. Al darme cuenta de que estaba fresco, casi se me empañaron los ojos de orgullo.
Esas eran las señales que mi madre me enseñó a reconocer cuando la acompañaba a la pescadería, siendo aún muy niña.
Para cuando me vino la regla, ya iba a comprar yo sola. Aún no el pescado, claro. Pero mientras mi madre se ponía a la cola, yo me recorría todo el mercado: carnicería, dos o tres fruterías, pollería, tocinería, huevería, despojos y hasta droguería. Llegaba para recogerla justo cuando ella iba a elegir y así me daba tiempo a verla discutir con la pescadera sobre las escamas y hacerla enseñarle las agallas.
Apenas compré dos o tres cosas más. Pero recorrí todo el supermercado, para trazarme el mapa mental y fijar la ruta a seguir. Me gusta hacer una ruta. Así estas segura de haber echado un vistazo a todas las secciones y a todas las gangas. A veces, ver un artículo te hace recordar que se está acabando, o que quizás podrías probarlo para limpiar aquello que no hay manera.
Sonreí, recordando el día que se lo expliqué. Era el primer día que me acompañaba a la compra. Entonces, yo estaba tan enamorada y él era tan galante. Me ayudaba a llevar el peso al volver a casa. Después, él empezó a interesarse por los vinos y los quesos. Gastábamos mucho, pero era tan divertido. Al regreso, organizábamos una fiestecita.
Las discusiones empezaron cuando él empezó a recoger los artículos. Cosas sin importancia, en esa época estábamos un poco nerviosos los dos. Pero él cada vez iba más deprisa, hasta que mi papel se limitaba a empujar el carro y leer la lista de la compra. Salvo que me emperrara en alguna oferta o algún producto nuevo, claro. Yo también tengo derecho a mis caprichitos, ¿no?
Luego ya, él hacía la lista de la compra. Él se las arreglaba para empujar el carro. Él aprovechaba las ofertas. Y él decidió que eso de seguir una ruta era una tontería. Por eso tuve que hacerlo.
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3 comentarios:
Creo que hiciste bien, Frida. A estas alturas de la existencia es intolerable que le alteren a una la ruta y las costumbres. Para colmo, te tocaba empujar el carro... Es lo que yo digo: ¡les das el pie y se toman la mano!
Besitos, guapa!
Gracias, chata:
No sabes lo que me alegra tu comentario.
Un besazo.
Ahora me explico porqué nunca me lleva a hacer la compra. Como tiene su coche, ni siquiera puedo hacer de taxista. Snif.
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