domingo, 10 de junio de 2007

UN PALACIO DE CRISTAL


La princesita metió rápidamente cuatro cosas en la bolsa que llevaba en bandolera y se puso una capa. El príncipe azul acababa de entrar por la ventana y la esperaba espiando por la rendija de la puerta entornada.

Después, los dos escaparon furtivamente por la escalera de piedra. A pesar de todo, el enorme dragón que estaba enroscado en el patio los vio. Noblemente, el príncipe desenvainó su espada y la protegió mientras ella, recogiendo con las manos su larga falda, corría hasta sitio seguro.

Escondida entre los matorrales a los pies del castillo, escuchó aterrada los golpes y bramidos de la titánica lucha. De pronto, después de una eternidad, el príncipe, ahora rojo por la sangre, salió por el ancho portón y se acercó despacio hasta desplomarse a sus pies.

Conmovida, lo ayudó a montar en el blanco corcel que acudió al silbido de su amo y los dos cabalgaron juntos hasta el palacio de cristal. Allí, curó sus heridas con el ungüento mágico. Enseguida, él se puso mejor. Entonces, ella se puso su vestido de oro y, cogida de su brazo, le permitió enseñarle hasta el último rincón del palacio.

Era precioso, con sus torres puntiagudas y enormes salones. Pero, lo que más le gustó fueron sus paredes de cristal. Por ellas se podía ver el valle alrededor, lleno de casitas, de cultivos y de gente. Cuando llegaron al gran vestíbulo, el príncipe, sonriendo, se paró ante las puertas del palacio y las abrió con un gesto de su mano.

La princesita nunca antes había olido la brisa. Mientras caminaban por los senderos de los alrededores, el príncipe le fue diciendo el nombre de cada cosa, planta, animal o persona. Al anochecer, volvieron al palacio que había de ser su hogar sin haberse soltado la mano ni un momento. Y allí fueron felices y comieron perdices.

Un día, la princesita quiso salir ella sola. Se le había roto una púa de su peine de marfil y necesitaba que se la arreglaran. El príncipe estaba ocupado en esas cosas en la que se ocupan los príncipes y ella no vio la necesidad de molestarlo. Al fin y al cabo, ella ya conocía cada cosa, planta, animal o persona del valle. Sin embargo, por más que imitó el gesto del príncipe azul, las puertas del palacio de cristal no se abrieron.

Algo irritada, fue en busca de su marido. El, riendo, le explicó que solo sus manos podían abrirlas.

-Pues ábrelas, por favor -pidió la princesita, educadamente.

-No hay prisa -contestó él, sonriente- Ya lo arreglaremos esa tarde, cuando salgamos a dar un paseo. Ahora estoy ocupado.

Pese a su buen humor, se negó obstinadamente a que la princesita saliera sola. Aunque nunca se lo había contado, no estaba seguro de que el dragón hubiera muerto y lo mismo acechaba por ahí. No quería perderla.

La princesita se conformó. En el fondo, le gustaba salir con él. Pero, al cabo de un tiempo, se le perdió un botón dorado. Así no podía salir al paseo. Tenía que comprar otro. Fue directamente en busca del príncipe pero no hubo forma de hacerle entender la urgencia del caso. Estaba muy ocupado con sus asuntos y apenas le hizo caso. “Sí, mujer, ya iremos esta tarde”, decía. De modo que ella tuvo que arreglárselas para cambiar de sitio otro botón y disimular el que faltaba con un pañuelo estratégicamente colocado a modo de cinturón. Quedó bastante aparente, pero estaba segura de que más de una se había dado cuenta. Y más después de verla entrar en la mercería.

Así no podían seguir. La princesita sacó su espejo mágico y buscó por toda la comarca, en busca del dragón. Quería poder decirle a su marido que el dragón estaba muerto y bien muerto. Era la única forma de que la dejara salir de una vez. Pero no. Estaba vivo, y se había refugiado en una cueva, hacia el norte, no demasiado lejos de allí.

No tuvo ocasión de contárselo a su marido hasta esa tarde, durante su cotidiano paseo. También le comentó lo que había tenido tiempo de sobra para pensar: ¿No encontraba extraño que el señor del lugar no estuviera enterado de la presencia de un dragón en sus tierras? Bien se debía comer unas cuantas ovejas al día.

Estaban muy cerca de la cueva. Ella, fingiendo los caprichos que él estaba dispuesto a darle para compensar la negativa de la mañana, lo había hecho llevarla hasta allí. Él, al darse cuenta de su astucia, se ofendió y avanzó hacia la guarida del dragón con paso decidido, dispuesto a demostrar que efectivamente él era el príncipe azul que ella siempre soñó.

La princesita lo siguió con el corazón en un puño. Quizá su desconfianza la había perdido. A veces, el dragón ganaba. Pero no había porqué preocuparse. Aunque su marido se plantó delante mismo de su cara, con las piernas abiertas y los brazos en jarras, el dragón no tuvo ojos más que para su princesita:

-Tienes buen aspecto –bramó, después de observarla en silencio largo rato- Parece que este tipo te cuida bien.

El príncipe se volvió hacia ella con toda la ilusión del mundo reflejada en su rostro y susurró- Vaya, parece que empieza a aceptarme.

-Solo quería verte otra vez antes de morir –continuó el dragón, lastimeramente-Después de la última lucha que tuve, por tu culpa, no he vuelto a ser el mismo. De pronto, me he dado cuenta de que ya tengo más de tres mil años.

-¡Si al final va a ser un abuelo encantador! –dijo el príncipe con sonrisa bobalicona, mientras la princesita notaba un escalofrío que subía desde sus pies.

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