martes, 6 de febrero de 2007

EL CAPULLO


Como cada domingo, Eduardo se acercó a la florista que, al verlo, corría a buscar el pequeño capullo de rosa que le tenía guardado. Amarilla, tenía que ser amarilla. Eso era lo único que Eduardo se ponía en el ojal. Es un maniático, pensaba la florista.

Pero a Eduardo, en realidad, le daba igual una flor que otra. De todas formas, odiaba aquella costumbre. Pero era la única forma de llegar a conocer a Matildita.

El primer día que la vio, Matildita caminaba sola por la rosaleda del parque. Eduardo la siguió a distancia, fascinado por su belleza. Cuando Matildita se detuvo por un momento a mirar intensamente las rosas amarillas, con los ojos húmedos y brillantes, Eduardo se dio cuenta de que no podían ser otras sus flores favoritas.

Enseguida se la cruzó en el Paseo, cogida del brazo de una amiga. Osadamente, Eduardo se quitó el sombrero y las saludó. Matildita, como no podía ser menos, miró hacia otro lado, levantando la nariz. Pero se había fijado en el capullo amarillo, él se había dado cuenta.

Cuando giró la espalda, Matildita se volvió a mirarle de arriba abajo, y le dijo a su amiga:

-¡Por Dios! ¡Qué mal gusto, ese joven! Lleva una rosa amarilla. Siempre me han parecido como de cera. En el entierro de mi tía Eduvigis tuve delante una corona hecha de rosas amarillas durante todo el responso, y eran iguales que los cirios. Y que la cara de la muerta… ¡Me ponen enferma!

2 comentarios:

Anónimo dijo...

ME HA ENCANTADO TU CAPULLO...

Anónimo dijo...

Hola Gloria, buen relato. Cuántas rosas amarillas habrán creado tantos equñivocos... Buena idea.
valeria