miércoles, 29 de agosto de 2007

EL CASO DEL VIRUS CABRÓN

¡Bueno, aquí estoy de nuevo! Aunque esta vez, hubo un momento en que creía que no iba a volver más. Yo que siempre me he preciado de no desfallecer jamás. De levantarme y seguir adelante por dura que fuera la caída. Pero ya lo dicen, “dime de qué presumes y de diré de qué careces…”

Y eso que la cosa, en un principio, no parecía para tanto… La cabeza un poco cebollona por la tarde. Nada que no se pasará con una simple cápsula de Ibuprofeno, pero que pronto me hizo comprender que estaba incubando un catarro. Nada importante, pensé, y decidí pasarme al paracetamol que va mejor para estos casos.

“Los resfriados de verano son los peores…” dice la voz popular, pero yo, alegremente, creía que se me pasaría con unos simples sobres de éstos que venden en la farmacia. Si apenas tenía unas décimas… Pero fue peor el remedio de la enfermedad.

Al cuarto día de tomarlos, seguía con unos escalofríos y un cansancio que no eran normales. Cuando me puse el termómetro, convencida de que esa vez sí que tenía una fiebre de cojones, me encontré con todo lo contrario: Estaba a 35º. ¡Hipotermia!

“Eso han sido los sobres -, pensé yo, que para todo tengo que buscar una explicación científica- Como apenas tengo fiebre, me ha hecho bajar la temperatura”. Así que dejé de tomarlos inmediatamente y aguanté a pelo los días que siguieron, aunque seguía con el mismo catarrazo y con un cansancio que me hacía dormir como 12 o 14 horas diarias…

Pero lo peor de todo era que no conseguía calentarme. Todo lo más, llegaba a 35º y medio. Fue entonces cuando creí que nunca más volvería a estar con vosotros. Era incapaz de concentrarme diez minutos seguidos, así que ni pensar en escribir un post. Ni ninguna otra cosa. Entre otras razones, porque no entendía nada:

¿Qué hacía yo envuelta en una manta en pleno agosto? ¿Cómo podía ser que estuviera helada –a 35º, repito- y aún así sudara a chorros? Si había ya dejado los sobres de paracetamol y me pasaba el día tomando caldo caliente, ¿por qué no entraba en calor? Al final, acojonada ya, hice lo que hubiera debido hacer desde un buen principio: Llamé al médico.

El buen señor no es que hiciera mucho por mí (no estaba en su mano) pero al menos despejó mis dudas: Resulta que recientemente la ciencia médica ha detectado una cepa de virus de la gripe que ataca al centro termorregulador corporal y que en vez de fiebre, produce hipotermia. De modo que no es que yo sea de mala calidad, sino que he sido elegida como modelo para la presentación del new look para virus de esta temporada 2007-08. Un honor que hubiera declinado con gusto, pero que no he tenido más remedio que aceptar.

En fin, ya pasó. Perdonadme, queridos niños, que os haya dado un parte médico tan extenso, pero tal como me han ido las cosas esta pasada quincena no tengo muchas otras cosas que contar. De todas formas, para que se os quite el mal sabor de boca, os voy a poner un vídeo muy bueno, que he encontrado por casualidad.

!Escuchadlo con atención¡


miércoles, 15 de agosto de 2007

DELIRIO



La amante de un viejo amigo se llama Genara. Él tiene los ojos turbios y los dedos como mazas; por eso, a veces sus cartas de amor llegan a mi buzón, perdido en su agenda desde tiempos más felices. Reconozco su estilo rústico-galante y lleno de faltas de ortografía y sé de sobra que es Genara quién despierta su ternura camuflada de dureza. Sin embargo, no puedo evitar que mi aliento se corte cada vez que veo parpadear la luz verde de mi móvil.

Desde hace un tiempo, mi vida transcurre tan monótona y solitaria como la de míster Quinn, el escritor vestido con la piel del detective Paul Auster. Yo también oculto mi corazón, aunque por otras razones, y siempre he sido seca con los extraños. Por eso, no es raro que haya entrado en el juego de seguir el rastro de Genara, quizá esperando encontrarme a mí misma detrás de ese nombre. Un juego algo extraño, diréis. Pero así son los juegos de los excéntricos.

Sin embargo, últimamente tengo la sensación de que otro yo maneja mi cuerpo y me sorprendo entrando en el sueño de algún loco para remover la inmundicia, mientras mi voluntad, atada de pies y manos, grita inútilmente “No lo hagas”. No sé si soy el señor Azul o el señor Blanco, pero creo que, igual que ellos se espiaban mutuamente, escribiendo con la observación de su gemelo la crónica de una Nueva York antigua y fría, Genara y yo no somos más que un espejo y su reflejo. Y ya no sé si estoy dentro o fuera.

¿Cuándo y cómo terminará esto?

jueves, 9 de agosto de 2007

AMARGA LIBERTAD



Las llamadas “marcas de expresión”, esos surcos profundos alrededor la boca que aparecen con el paso del tiempo, no son más que el reflejo de la emoción profunda que domina nuestro espíritu durante la mayor parte de nuestra vida. La que se asoma a nuestra cara cuando estamos a solas con nosotros mismos.

Nuestro rostro, a los veinte años, es como una pizarra en la que dibujamos fácilmente el llanto o la sonrisa que nos pida el momento, para borrarla con la misma facilidad cuando creemos que nadie nos observa.

Al llegar a la vejez, sin embargo, está grabado con el dolor de toda una vida, la felicidad del conformismo, la serenidad del que sabe lo que le espera o la amargura de quién nunca ha podido escapar de la esclavitud en que nació…

miércoles, 1 de agosto de 2007

HAY QUE VER COMO ERES




Isabel Coixet dedica su columna en el dominical de “El Periódico” a la bicicleta islámica (una especie de caja adosada a una bicicleta normal que oculta el movimiento de las piernas al pedalear), un artilugio aprobado recientemente por las autoridades iraníes con el fin de permitir que las mujeres puedan llevar una bicicleta.

Reflexiona Coixet sobre la sensibilidad erótica de los hombres iraníes ya que el invento, como la burka o la moderna moda de baño musulmana, está pensado para no levantar las pasiones de los extraños, algo que, según el pensamiento ortodoxo musulmán deben evitar las mujeres a toda costa para no inducir a la corrupción.

Dejando de lado la anécdota, que a priori puede parecer hasta cómica a los ojos occidentales, la noción de que la mujer es responsable de los deseos que suscita no es tan ajena a nuestra cultura. Todavía hay quien piensa que las verdaderas causantes de las violaciones son las mujeres que las padecen, que osan salir a la calle con ropa provocativa o a horas inconvenientes a sabiendas de que los hombres “son como son”, y la agresión sexual es considerada por muchos (y muchas) como el merecido castigo por incumplir las normas marcadas por la moral tradicional.

Aunque parece que esta mentalidad está cambiando (tal como reflejan las recientes reformas legislativas) lo cierto es que sigue incrustada en el pensamiento de muchos hombres que, a pesar de considerarse ultramodernos y hasta revolucionarios, en el fondo siguen considerando que las mujeres nos vestimos, hablamos, actuamos y, en suma, existimos, nada más que para gustarles a ellos.

Me refiero concretamente al reproche que a todas nos han hecho más de una vez: ”¿Por qué eres así?”, te dice con voz torturada el pretendiente de turno, refiriéndose a algún rasgo inherente a tu persona (como tener el pelo rubio y los ojos azules) o a la realización de algún acto de lo más cotidiano e inocuo (pasar delante de una obra para ir a buscar el pan, por ejemplo).

Os contaré una historia para ilustrar lo que digo: Tuve un novio en el Instituto que me cortejaba diciéndome que mi amiga Manoli estaba mucho más buena que yo, y además era mucho más simpática. Después de una semana de relaciones formales rompí el compromiso gritándole “!Pues sal con la Manoli!” Los dos éramos de la misma pandilla, así que al domingo siguiente fuimos todos al cine, como cada semana. Al volver a casa, cogimos el autobús y el tío, no contento con pasarse la tarde con cara de cordero degollado y dándole la vara a su mejor amigo porque yo no le hacía puñetero caso, me reprochó amargamente: “¿Es que no puedes coger otro autobús?”

De nada sirvió explicarle que aquél era el que llevaba hasta mi casa y que tenía que llegar allí antes de las 8 de la tarde (hora de retirada marcada por mis padres) ni que, después de todo, el otro autobús también podía haberlo cogido él. Su lógica masculina le indicaba que aquel autobús era el suyo y que yo me había subido a él nada más que para hacerle rabiar con mi presencia. Con un razonamiento propio de cualquier iraní fetichista del pedal, yo era una mala mujer, pérfida y cruel, simplemente por coger el autobús.